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Formas de declarar el vacío

En la confrontación con una obra de arte no solo se establece una relación experiencial, sino que también se genera una relación de carácter temporal: el espectador, en su presente, se enfrenta a una sugerencia visual cifrada que adelanta un significado potencial que, sin embargo, se excluye de su experiencia inmediata. El sentido está y no está allí, habitando en el intersticio de lo que puede ser, pero aún no manifiesto del todo. Andreas Seland denomina este efecto como la “estética del suspenso”, una experiencia que nos confronta a la condición temporal de nuestra propia mirada, siempre situada en un ahora que no se ha completado, pero que intuye, quizás escabrosamente, su propia finalidad.

        La obra conjunta de Leonardo Cravero y César Xesspe es una expresión clara de esta estética del suspenso en más de una manera. En su trabajo visual, Cravero asume el suspenso como una condición dual: es, al mismo tiempo, el suspenso de una amenaza apocalíptica inminente, así como la frágil condición de una materialidad suspendida, habituada a una existencia indeterminada, precaria e impredecible sobre nuestra bóveda celeste.

        El suspenso de lo suspendido, si se quiere, o, dicho de otra manera, una advertencia sobre la condición temporal de la materia que existe más allá de nuestra cotidianidad inmediata. Porque, como el título de la muestra lo adelanta, el cielo es el protagonista principal de esta muestra: vasto, cargado de azules profundos e intensos, casi rutilantes, el cielo nocturno (a veces crepuscular) se cierne como una constante en la propuesta visual de Cravero. Extendido como un paisaje etéreo, este firmamento profundo se cierne sobre paisajes telúricos que exceden los confines del formato que los contiene, como si quisieran huir de la congoja del cielo amenazado y amenazante.

        Es esta relación entre paisaje celeste y terrestre la que articula la propuesta estética de la muestra visual, organizada a lo largo de ocho series pictóricas de diferentes formatos que examinan y se preguntan por las múltiples formas en que es posible declarar el vacío del acontecer y la evanescencia de la experiencia.

        La pieza que inaugura la primera serie de la muestra lleva por título “(des)aparición de Palombara Sabina”. Se trata de un trabajo pictórico de gran envergadura en donde predomina un cielo amplio y complejo en el cual las gradientes de azul expresan la sutil movilidad líquida de las partículas que se precipitan hacia la tierra como insinuaciones de un mismo firmamento que, poco a poco, va perdiendo la densidad suficiente para sostenerse en su lugar. La naturaleza del paisaje terrestre, por su parte, se presenta como testigo de la omnipresencia del azul que todo lo contiene y que termina por fundirse con las sombras de las montañas en el fondo y de los árboles en el primer plano. Leve, la marca de un horizonte blanco sobre la copa de los árboles parece evocar la promesa de un mañana incierto.

        La segunda serie, “Palimpsesto”, reescribe esta relación entre materia sólida y evanescente a partir de una voluntad pictórica que busca desestabilizar los contornos establecidos entre los límites terrestres y celestiales. Es por esto que los detallados y elegantes paisajes naturales que componen esta segunda serie existen en una suerte de burbuja pictórica; contenidos en la expresividad cromática de azules y violetas que se cruzan a través de líneas orgánicas de orientación vertical. La intensidad opresiva del cielo en suspenso, por lo tanto, alterna prominencia con el empuje gravitacional de la tierra, ofreciendo diferentes lecturas de espacios atrapados, alternativamente, entre la presión de lo que pende sobre ellos, así como de aquello que los sostiene.

        En las series tres (“Sombras sobre Castilla”), cuatro (“El asedio de Hornopirén”) y cinco (“El presagio” / “La inminencia del vacío”) observamos la inquietante presencia de la basura espacial que poco a poco comienza a invadir la bóveda celeste, dando pie a un proceso de descenso paulatino que colma los límites superiores de las obras. Casi imperceptiblemente, el sutil flujo celeste adquiere la forma de tentáculos oscuros que, a modo de trazos negros, sugiere una cadencia expresada a modo de trayectoria en picada. Ya no es el cielo el que se desprende de sí mismo, sino que se descubre su dimensión de contenedor residual; primera pista en clave espacial de una secuencia de degradación sostenida. El correlato terrestre de este descubrimiento está en la tranquila paz de los paisajes, primordialmente rurales, expandidos más allá de sus confines físicos, como naturaleza en fuga, suspendida, igual que el cielo que sobre esta se yergue.

        La sexta serie, acordemente titulada “Políptico: Reflexiones sobre la Fractura del Firmamento”, se nos ofrece como un comentario metapictórico en donde Cravero extrema sus recursos representaciones casi hasta el punto de la abstracción. El cielo se convierte, por tanto, en una fuerza omnipresente que no solo se adueña de la verticalidad, sino que asume control de cualquier espacio representacional, devorando los contornos terrestres de los paisajes e impregnando de azul su identidad territorial. Podríamos, incluso, hablar de “paisajes celestiales”, cuya singularidad reposaría en el juego de magnitudes y extensiones que evidencian, pues, por cada límite de tierra perdida en la interioridad del azul profundo, decenas de pequeños trazos dorados y metálicos se ciernen sobre la bóveda, convirtiéndose en los límites artificiales de aquello que no puede ser contenido.

        La séptima y penúltima serie, “La bóveda Tallada”, se plantea como una inversión a las reflexiones de la serie anterior. De todas las piezas incluidas en la exhibición, estas son las únicas en donde el espacio terrestre prima por sobre el celeste, distinguiéndose por la curvatura de sus líneas de horizonte, lo que, efectivamente, “talla” la bóveda de manera invertida. El efecto remite simbólicamente a una reconsideración del suspenso y lo suspendido, observando el cielo no desde la seguridad analítica que otorga la distancia panorámica, sino desde la vulnerabilidad íntima de las montañas y los árboles, que por un breve momento parecieran erigirse como los pilares que sostienen el cielo sobre sus copas.

        Llegado este punto, la presencia de la materialidad celeste resulta imposible de ignorar, pues se expresa como un cúmulo de signos que adquieren un repentino y sorpresivo orden. Existe un cierto ritmo y movimiento nada de azaroso en la forma en que esta nueva basura espacial, que ya no solo alberga las representaciones de los objetos, sino que también porta su peso simbólico, desciende sobre la tierra; suavemente, como si se ajustara a los vaivenes de una brisa que solo es posible percibir a ras de tierra. Este movimiento –y las distancias que el mismo cubre– sugieren una idea de proximidad, pues lo que antes se intuía como una amenaza lejana, ahora se manifiesta como un contacto a punto de acontecer. Hay cierta inminencia en esta serie que grafica de manera muy sugerente la impronta de la estética del suspenso, pues si bien la materia nunca llega efectivamente a impactar el suelo, es casi imposible no extender con la imaginación lo que los ojos intuyen.

        El cierre del ciclo narrativo-estético de Cravero culmina con la serie “Debrí Orbital”, en donde se lleva a cabo un giro radical en la perspectiva representativa, pasando de la mirada celeste a la espacial. La percepción desde el espacio, en donde la vitalidad del azul contrasta, por primera vez, con la frialdad interrogadora del negro, no es la misma ni puede ser la misma que desde la tierra, convicción que lleva al artista a explorar, de manera abrumadora, el contraste entre la inmensidad de un espacio infinito y vacante y la densidad abismal de la costra de basura que puebla la estratósfera.

        Aún con esto, sin embargo, lo cierto es que la devastación nunca llega. La maestría de Cravero está en el ejercicio de descomposición temporal que hace del suspenso, exacerbando la tensión en los momentos anteriores a la catástrofe hasta lo insoportable. Todas las obras visuales que componen la muestra existen en el segundo anterior al apocalipsis y su evolución se produce en las centésimas que componen los agónicos momentos que preceden la certeza de lo que ha de suceder una vez que el cielo se descomponga irremediablemente. El evento mismo, sin embargo, la anunciada fractura del firmamento que el título de la muestra adelanta, se encuentra, al igual que la bóveda celeste y toda su basura, suspendida. La no llegada de la catástrofe representa lo irrepresentable a través de estrategias de elisión que, más que declarar un evento, declaran el vacío de un imaginario carente y quebrado.

        El antropólogo norteamericano Matthew Wolf-Meyer, en su reciente publicación Theory for the World to Come, plantea que la dificultad tras toda representación apocalíptica radica en que el apocalipsis nunca es un evento singular, sino un acontecimiento múltiple y, por lo tanto, complejo de representar a cabalidad. Esta condición, por lo tanto, requiere de miradas igualmente múltiples, que permitan abordar la gran elipsis de la catástrofe desde otras perspectivas. Desde este punto de vista, las piezas líricas del académico y poeta César Xesspe establecen un diálogo dinámico con las piezas pictóricas; a ratos expandiendo los significados a través de imágenes y recursos poéticos complementarios, a ratos diversificando el repertorio simbólico a través de la integración de voces melancólicas y postapocalípticas.

        Porque si el suspenso pictórico se ejerce en relación con el futuro, el suspenso lírico se mantiene en relación con el pasado. La voz colectiva que Xesspe emplea en sus poemas se sitúa en un espacio que ha perdido el cielo de sus recuerdos, el que solo se hace patente a través del vacío que ha dejado: “Que no es cielo / ese hueco ya no es nuestra ausencia / y la madre que la parió / Tampoco es nuestro”.

La experiencia de pérdida, presumiblemente antiquísima, se resuelve en un duelo melancólico por el espacio perdido que solo es recuperado a través de la narración poética contenida en un viejo artilugio posthumano identificado simplemente por su capacidad de almacenar información: un terabyte. Eso es todo lo que queda del cielo, una representación maquínica codificada en lenguaje binario, devuelta en un gesto de espantosa ironía, como un obsequio de dudosa procedencia dirigido a una humanidad frágil y atrincherada en las sombras de una cueva no demasiado diferente a la platónica: “Que se corra y desparrame sus relatos /sobre la fractura del firmamento”.

        Cada uno de los ocho poemas que componen el grueso de la obra lírica se encuentra dividido en dos secciones. La sección superior corresponde al tiempo postapocalíptico en donde las voces supervivientes intentan reconstruir la idea de un cielo inexistente, mientras que la sección inferior se identifica con el tiempo de la catástrofe, intentando dar cuenta, en clave poética, de un acontecer imposible de describir. La composición arriba/abajo refleja escrituralmente la verticalidad pictórica, construyendo paisajes líricos en donde el flujo se ha invertido, pues el cielo de los poemas no cae, sino que sube desde las entrañas de la memoria y va adquiriendo forma a medida que es evocado. Desde el pasado, se levanta y rehace un cielo que, si bien carece de materialidad, rebosa de expectativa.

        Es posible identificar una correlación poética entre las piezas líricas y las pictóricas. Los poemas que acompañan a las primeras series de pinturas, por ejemplo, describen el apocalipsis como “suaves y bellos destellos”, imágenes que a medida que avanza la secuencia van tornándose más amenazadoras y materialmente concretas: “monstruosa cabellera de cables”, “luminosos gusanos de cilicio”. La evolución de las piezas líricas abarca tanto la intuición de lo que ha de suceder, como el evento mismo: “Se desploma el cielo / como una jarra de alquitrán que se derrama”. No hay aquí pretensión de explicación que valga, pues la voz de los hablantes corresponde a la voz íntima de la experiencia. Tampoco hay lógica en el registro, pues el sentido también se encuentra suspendido, ofreciendo en su lugar solo la vacuidad de un acontecer inexplicable, insabible e inescrutable.

        Paralelamente, la voz colectiva escucha el relato y se lamenta, ofreciendo imágenes degradas de paisajes futuros, devastados por la catástrofe: “Desde las paredes sin sustancia del signo del cielo viene este viciado aire que respiramos / Con su gruesa baba moja el hueco en donde nada queda / Salvo un montón de cenizas como nubes / Que no arden inflamadas por el crepúsculo”. Un antes y un después que se encuentran conectados por la carencia.

Al igual como sucede con las piezas pictóricas, en los poemas el vacío es declarado como la única constante en un escenario en donde todo se ha quebrado. Los versos se encuentran interrumpidos por pausas forzadas que obstaculizan la formación de un discurso sostenido a lo largo del tiempo. Reiteraciones y aliteraciones “estorban” en el camino de la comprensión y en la búsqueda de significado, siendo quizás la más prevalente un “no te jode” que funciona al mismo tiempo como una constatación de apatía ante la condición de ruina, advertencia de control biopolítico y angustiado cuestionamiento existencial.

De manera prácticamente natural, el relato poético decanta en desesperanza. Tarde se percatan los seres humanos en sus cuevas que esta no es la leyenda de un cielo prístino preservado en símbolos proféticos para la posteridad, sino que se trata del recuento de un cisma que, en cada reproducción, se reactiva y vuelve a adquirir presencia en el mundo: el relato no reconstruye el cielo, sino que lo vuelve a fracturar, una y mil veces. Se trata del eterno retorno melancólico del duelo que, en su intento por reconstruir un espacio celeste quebrado, solo ha conseguido declarar el vacío de su espera y la pérdida de su memoria: “Ni será para nosotros el sol de pie en la mitad del cielo / Todo esto se ha quebrado y se hunde en la turbia memoria del barro”. Confrontados con su precariedad existencial, las voces se resignan a su irrecuperable condición, lo que asegura la desaparición definitiva del cielo no ya del espacio que solía habitar, sino de los tiempos humanos y posthumanos de los que ha quedado excluido: “Que el silencio haga lo suyo /Yo me quedo con mi fantasma / En esta fiera madrugada hasta romper sus ventanales /Al amanecer habrá que levantar de la ceniza los cuerpos calcinados / Echar al fuego /Estas memorias del olvido”.

        Los suspensos que Cravero y Xesspe entretejen no son fáciles de asumir. Como los bellos y suaves destellos de un cielo en descomposición, o el relato tribal de una máquina cruel, las elipsis que pueblan estos espacios pictóricos y metafóricos dicen mucho más que las ruinas que anticipan. Porque esta es una muestra de sentidos elididos, de líneas que no asumen su presencia y rehúyen los contornos demarcados de una estructura arborescente de significado.  No es en el acontecer en donde se declara el sentido de lo vivido, sino en su ausencia; en la declaración del vacío suspendido que ha quedado en su lugar. La obra de Leonardo Cravero y César Xesspe es una invitación a asumir este suspenso y a habitar los intersticios simbólicos que separan al cielo de la tierra, una invitación, en suma, a situarse en la frontera imposible entre lo que es y lo que puede ser, atentos y a la espera.

Dr. Gabriel Saldías Rossel

Reflexiones sobre la fractura del firmamento

Una conversación sobre el desastre es el origen de esta muestra. No se trata de que esa conversación esté determinada por un tema, se trata más bien de que no hablamos más que de desastres en un lenguaje fracturado. El tema se configura como un firmamento fracturado por la conciencia del desastre. Pero ¿qué quiere decir conciencia del desastre? Ciertamente, algo que excede al tema, algo que corre por debajo, a través, por encima de los giros de la plática. Eso que nos constituye como sujetos del desastre, el tipo de conocimiento en el que nos inscribimos como seres humanos en esta circunstancia medioambiental, cada vez más hostil, cada vez más violenta.  ¿Qué arte surge de este saber crispado, de este irritado conocimiento y para qué? El calentamiento global se expresa a partir de mediciones, la data ordena las cifras, el desastre se piensa y se computa, se grafica. Esta razón es estricta y fatal. El arte se mueve por entre la disciplinada fatalidad del desastre en la que zozobra la lógica del cambio cultural. El derretimiento de los glaciares altera el equilibrio marino, la temperatura en las rutas oceánicas; los bosques arden descontroladamente en el verano, aumentan los contaminantes en el aire que se respira en el invierno, el desierto avanza hacia las ciudades al sur del desierto. Y en el cielo ¿qué pasará con el cielo? En el origen de esta muestra, hay una conversación sobre el desastre que desemboca en esta pregunta ¿qué pasará con el cielo?

        No hay paisaje en realidad, el paisaje existe solo en el lenguaje con el que lo construimos, existe en la coexistencia y, en cierto modo, el paisaje es su historia, el panorama ante nosotros, como dice Alfonso Alcalde. Leonardo Cravero investiga en el conjunto de estas series pictóricas el paisaje de la coexistencia futura, despliega un imaginario porvenir desde la poética de la inminencia. Lo inminente es el rumor de la catástrofe, que él ya ha explorado en un trabajo anterior, Debris (2017). En esa obra, el paisaje arde, el lenguaje del fuego transfigura las formas consistentes del bosque. Del mismo modo, en la Fractura del firmamento la imagen canónica del cielo, la de la bóveda, se intuye bajo la forma abyecta de la amenaza, la basura que presiona las capas superiores de la atmósfera intensifica el azul, lo profundiza hasta enturbiarlo y lo empuja sobre las cosas que duermen en el horizonte de la memoria: un pueblo romano, la sierra castellana, una caleta al sur del mundo, un bosquejo patagónico, una orilla, la curva del planeta en el vacío. Lo que resiste en el paisaje advierte sobre la fractura del firmamento. Como abandonos de la memoria las imágenes de Leonardo Cravero, son tanto la ruina como la semilla de la espera; en donde se posó la mirada se congrega la visión de objetos que se precipitan como raíces, hilos que atraviesan los arcos bajo los cuales descansan los paisajes de la memoria, frágiles y efímeros como croquis, como detallados conjuros contra el orbital debris.

        En estas imágenes todo está por ocurrir, hay fragmentos de ese todo todavía suspendidos en el aire sobre las formas impensadas del desastre.

De este modo, la poética de lo inminente se inscribe en una ecología oscura; pues, como señala Timothy Morton, El arte es pensamiento procedente del futuro. El presente y las materialidades que aún nos son familiares, porque en ellas resuena la música de las esferas, están determinados por un tipo de saber violento y extraviado en la fatalidad del consumo. La condición viscosa del consumo es paradójica, se produce y se consume a sí misma, se fastidia depositando sus residuos en la piel de la especie, en sus órganos vitales. La especie se presenta en esta pintura en sus vestigios, los signos culturales de su intervención: la casa, el poblado, la arquitectura, la barca, la basura, la mirada que proyecta lo que presenta la luz. En estas obras la especie humana se presenta, no se muestra a sí misma, reducida en la cita del paisaje amenazado y en suspenso, Las pinturas convergen en un espacio reflexivo sobre las imágenes de la coexistencia futura. Si queremos un pensamiento distinto del presente, entonces el pensamiento debe virar hacia el arte, señala Timothy Morton; La fractura del firmamento funciona en esta zona que piensa el desastre desde la razón creativa. Los poemas atribuidos a César Xesspe exploran el desastre realizado. En cierto modo constituyen una crónica espuria sobre la fractura y la catástrofe del firmamento, en un doble relato que se despliega a partir del hallazgo de una memoria, que contiene el testimonio de la caída del cielo. La voz fracturada habla desde la oscuridad y la ruina, la especie se ha reducido a la brasa y la ceniza. En Los archivos de la memoria oímos la relación del cielo partiéndose. Una escritura del desastre que se sostiene en el doble eje de la memoria, vale decir en lo que hay de existente y en lo que pudo. Por esta razón todo está en el suelo y fluye desordenadamente, reiterándose como una pesadilla. Lo que en estos poemas se representa y se imagina es lo que la pintura de Cravero suspende mediante la poética de lo inminente. Lo que resiste en esas cristalizaciones de la memoria y la amenaza, se despliega en los poemas Xesspe: la monstruosa coexistencia futura. El cruce de lo poético y de lo pictórico, la zona de cruce se constituye como espacio reflexivo sobre la trasfiguración ecológica, pensada tanto en el afuera del paisaje como en el paisaje mental que se desmorona. Esto que se desmorona es lo que vemos ocurrir con insistencia en el corto audiovisual creado por Víctor Hugo Pino. Este objeto se constituye como un nudo entre la palabra y la imagen pictórica, pone en relación el afuera y el adentro. La imagen audiovisual recoge las pesadillas de Xesspe, superficies del afuera que se irritan al interior de una esfera monstruosamente interior, el cielo sobre las ruinas, un pedazo de algo que se precipita atravesando la imagen y deformando la voz de alguien que mira la fractura del firmamento. 

Equipo de Investigación

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